jueves, 8 de marzo de 2012

Tras el Umbral Trascendente.



TRAS EL UMBRAL TRASCENDENTE.

      El único límite del ser humano es el espacio-tiempo en el universo físico.  Consideramos para ello los componentes espaciales y temporales, aunque de forma relativa según el ángulo de visión del espectador.

     Einstein y su Teoría de la Relatividad elevaron el tiempo a la categoría de “cuarta dimensión”. El espacio-tiempo desde entonces es el “espacio de cuatro dimensiones”. Ir más allá de este limite dimensional supone sobresalir por encima de lo connaturalmente humano tanto en el conocimiento como en la vida de una persona. Y esto se conoce como trascendencia (de trans, más allá y scando, escalar).

     Cada uno de nosotros como espectadores tenemos la capacidad de observarlo todo desde cualquier punto para elevarnos por encima de lo puramente observable. En el universo kantiano estaríamos hablando de lo que se refiere a la realidad, pero excede de los límites de la experiencia o lo que es lo mismo, traspasa los límites de la experiencia posible.

      Nos estamos refiriendo a una realidad imbuida de todo su ser en comunión inmanente consigo misma. Lo inmanente sería en este caso lo que está unido de forma indeleble a su esencia. Su manifestación orgánica es el mundo que experimentamos y vivimos.

     Parecería que la inmanencia en cuanto que manifestación intrínseca del ser, teniendo su fin en sí mismo, se opone frontalmente a la trascendencia. No es así en este caso, ya que la consideramos como el sustento primordial del que se nutre todo hecho que alcance lo que está más allá de cualquier conocimiento posible.

     Atendiendo a los postulados de Spinoza, todo en su conjunto es parte de una sustancia divina infinita con caleidoscópicas formas y modos, declaración sine qua non de monismo sustancial.  Según la perspectiva que se adopte, esta substancia que es la realidad, se identifica o bien con Dios o bien con la Naturaleza, equivalencia extrema según su célebre frase: Deus, vive substancia,  sive Natura.

     Esta substancia para Spinoza  existe por sí misma y es creadora de toda la realidad, por lo que la naturaleza es equivalente a Dios. Conocer el mundo y la naturaleza sería conocer a Dios. El entendimiento en tanto que parte del entendimiento de Dios es una forma de la misma substancia divina. Entendimiento infinito de Dios que hace realidad su “objeto” a través del cuerpo finito del hombre.  Por tanto, lo conocido y lo trascendente cognoscible adquieren la facultad de idénticos.

    “Y dijo Dios: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra… Creó, pues Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó” (1).  Siendo así el hombre es substancia divina y parte inmanente del Todo. Antes que nada queda abolida la idea de dualismo cartesiano o cualquier otro tipo de partición o separación entre el individuo, la naturaleza y la concepción de la divinidad.

        De esta manera, el sentido de trascendencia humana quedaría imbricado en el propio conocimiento de Dios. Conocimiento de Sí mismo y para Sí mismo por medio del libre albedrío del ser humano, su creación.

       Prototipo de lo que anunciamos es el buen salvaje de Ibn Tufayl en su novela filosófica “El filosofo autodidacta” que narra el desarrollo evolutivo de un ser libre que asciende desde razonamientos empíricos y científicos hasta las cumbres místicas de la experiencia extática. “…La existencia de un Autor incorpóreo, que no está unido a ningún cuerpo, ni separado de él, ni dentro ni fuera de ninguno, puesto que la unión y la separación, la interioridad y la exterioridad son, todas, cualidades corpóreas, y Él está exento de ellas”. (2)

       Este Dios exento de cualidades corpóreas no existe, pero no existe solo para lo que el concepto humano tiene de esas mismas realidades corpóreas o materiales. Es así que en realidad la llamada personalidad individual, el “yo” particular, no existe. Es simplemente un andamiaje artificioso que no resiste el envite de los vientos.

       De forma velada a lo anteriormente expuesto, está la llamada “substancia” de Spinoza o según las palabras de Ibn Tufayl: “…se cercioró de que conocía a aquel Ser por medio de su esencia misma, y que el conocimiento de Él estaba impreso en su alma. Vio también claro que su propia esencia, por medio de la cual lo conocía, era algo incorpóreo, sin ninguna cualidad de los cuerpos; que todo lo exterior y lo corporal, que percibía en sí mismo, no era la realidad de su esencia, puesto que ella solo se encontraba en aquello por medio de lo cual conocía al Ser de existencia necesaria” (3).

       “Todo perece, salvo Él” (4) también interpretado como “salvo la faz de su rostro”. ¿Pero que rostro es el que no perece? Si hemos mencionado la incorporeidad divina, su rostro no puede ser otro más que su esencia. Ésta es incombustible como: “Un ángel de El Eterno se le apareció en una llamarada de fuego que salía de un arbusto. Él vio, y he aquí que el arbusto ardía en el fuego, más el arbusto no se consumía”. (5) No se consume la esencia divina que no es palabra, aunque en este caso sea una autorrevelación de YHWH a Moisés y al pueblo de la antigua Alianza por medio de su: “Yo soy el que soy”.

       Aunque la hermenéutica del Éxodo 3:14 incide en la palabra y el contrato establecido entre un pueblo y su Dios,  creemos que su verdadera trascendencia está en la perpetuación zoroástrica del mismo, en la adoración a la esencia divina incombustible manifestada por medio del fuego eterno, sostenedor y liberador. Al fin y al cabo, se suele decir que la vida es un ir quemando etapas.

       Podríamos decir que nuestro sol, esa estrella ardiente que parece no consumirse nunca, nos envuelve de continuo en sus llamaradas incandescentes. Quizás, y como licencia poética, para regenerarnos impolutos y al mismo tiempo regenerarse en una sucesión de perpetuas explosiones nucleares que ocurren en su seno. ¿Será esta nuestra más palpable forma de trascender sobre la realidad, la materia y lo conocido: ser esencia de la luz y el fulgor de nuestra adorada estrella?

        La realidad que percibimos es, a todas luces, la manifestación terrenal de la divinidad. Una posibilidad de trascendencia recaería sobre el reconocido precepto que indica: somos lo que hacemos. En otro ejemplo, a Neo, el protagonista de la afamada película Matrix, se le denomina el Elegido como una manifestación de trascendencia terrenal. Supera todas las adversidades que sus perseguidores le infringen, no siendo estos más que meras entes psíquicas de su propia imaginación. Y lo hace mediante una técnica milenaria conocida como meditación trascendental que proviene de la meditación oriental. Esta meditación trascendental se muestra en Matrix a través del denominado “bullet time”, tiempo bala o efecto bala, que consiste en realizar movimientos a la velocidad del disparo de una bala. Esto es en realidad inviable salvo para los técnicos de efectos especiales que logran minimizar ese tiempo, ralentizándolo en millonésimas de segundo.

        La metáfora que contienen estas imágenes enraíza con la meditación trascendental de detener la mente, el tiempo, todo lo que a uno le turbe y le haga sentirse ajeno a la realidad que le rodea. Con ello se persigue evolucionar hacia estados de realización plena y sentido de unidad con la existencia. Neo lo consigue cuando es capaz de sortear todos los disparos y flexiona su cuerpo como si fuera de plastilina, es decir, ha conseguido el dominio de la mente y de su cuerpo.

        El final de la película sitúa a Neo en una calle de una gran ciudad paseando entre la gente, aunque ya regenerado, iluminado, siendo uno, fluyendo libre con la realidad existente y liberado de miedos y ataduras mentales que le han perseguido y subyugado hasta ese momento y que no son más que el mundo que le rodea. En palabras de su director Andy Wachowski “Matrix es el mundo que ha sido puesto ante tus ojos para ocultarte la verdad”. (6)

       El mundo que veía Velazquez se quedó eternamente trascendiendo en la perspectiva aérea de su cuadro “Las Meninas”. El conjunto de perspectivas utilizadas produce un efecto “atmosférico” único en el ambiente representado. Da la sensación de que el aire esta pintado entre los personajes del cuadro. Tenemos frente a nosotros un soporte plano que alcanza enfoques tridimensionales, según como dirijamos nuestra mirada a cualquier ángulo que miremos.

      Si nos fijamos, en el fondo del cuadro sobresale una especie de agujero iluminado tras una puerta abierta como invitándonos a traspasar esa luz misteriosa. Es decir, trascendemos un plano físico, el del lienzo, para sumergirnos en una perspectiva ilimitada.

       Igual de sobrecogedor es observar como los personajes parece que flotan en el espacio, como si todos ellos estuviesen en transito, salvo el mastin, sumido en un apacible sueño. Uno no puede por menos que preguntarse ¿pero qué pinta Velazquez?, pues por un lado se retrata a sí mismo y por otro muestra a toda la corte como si de un cristal transparente se tratase. Y al mismo tiempo, está pintando otro cuadro, se supone que a lo reyes que se reflejan en el espejo y que contemplan toda la escena. Pero esto es más bien una burla espacial que crea enfoques ilusorios, pues si diriges tu mirada al espejo ves a los reyes reflejados que te devuelven la mirada.

       Este juego de interrelaciones entre lo pintado y lo real nos sume en la perplejidad al constatar que quizás seamos nosotros los pintados, los modelos, los contempladores contemplados, lo contemplado contemplador.

       Velazquez, al retratarse a si mismo, se inmortaliza junto al espectador que le observa y que, a su vez, es  incorporado al cuadro donde él también está. Si pusiésemos un espejo mirando al cuadro, lo que vemos reflejado en él mismo cobraría un aspecto real, corpóreo y enigmático. Todos somos testigos y participes en ese instante junto a su autor del acto trascendental de transgredir el espacio-tiempo de las cuatro dimensiones. Podría decirse que el cuadro como tal deja de existir cuando su atmósfera se funde en el ambiente exterior al mismo, prolongando sus perspectivas y miradas hacia lo que lo contempla. (7)

      Toda obra pictórica es en sí misma un tratamiento de la luz y en el caso de Las Meninas podemos significar que se cumple la premisa de Rodríguez Donis en su introducción al libro de Ibn Tufayl: “En la Teología del Pseudo-Aristóteles, encontramos una descripción de cómo el alma, despojada del cuerpo, considera su propia esencia y es a la vez el conocimiento, el cognoscente y lo conocido. Ve tanta hermosura en su esencia, tanto esplendor y tanta luz que se remonta más allá del mundo inteligible hasta el divino, fuente de la luz, de los colores que ninguna lengua puede narrar ni oírlo los oídos” (8).

      La literatura surge por la necesidad del ser humano de transmitir algo y trascender con ello. Es probable que la pregunta en cuestión sea para todos siempre la misma ¿tengo un fin en mi existencia? La búsqueda de la respuesta nos conduce a considerar que nuestra vida plena sólo puede tener cabida en procesos más amplios en espacio y tiempo. Experimentar ese sentido de trascendencia significa interpretar, sentir y vivir  sobreponiéndonos al medio y las circunstancias.

      De esta forma lo interpretaron los nómadas del desierto arábigo, incluso intentando influir en el mundo mismo de la naturaleza y de los elementos. La dimensión sobrenatural del desierto induce al nómada a tratar de aprehenderlo. Para ello, recreará una literatura teñida de elementos intrascendentes y perecederos, recurrirá a un exceso de formalismo fijando normas sistemáticas y describiendo un modo de vida muy concreto.

      Es un viaje de vuelta de la trascendencia sobrevenida al ser humano en el medio hostil en que transcurre su existencia. Es una reacción contra el desasosiego del entorno natural aspirando a disfrutar de un jardín terrenal. Un vergel domado y constreñido, frente a la inmensidad inabarcable del desierto y el universo circundante. Todo ello se vera trastocado con el giro copernicano que para la literatura árabe supondrá la fijación coránica. 

       El texto coránico es pura trascendencia desde el momento en que es Palabra Revelada. La palabra de Dios fijada en lengua árabe que incide y conforma el pensamiento en esa misma lengua. Toda lengua en realidad es un pensamiento en si que nos da una visión del universo. La lengua estructura el pensamiento, ya que pensamos en esa lengua. Ahora bien, una lengua no puede ser pensada.

       Detrás de la lengua árabe hay toda una estructura subyacente que es preciso desentrañar para asimilar el pensamiento en  el que se ha creado. Esto nos da la verdadera medida de la trascendencia de la lengua árabe como vehiculo del Corán y por ende, del Islam.

        Un texto fijado a la medida de cualquier ser humano de toda condición. Un libro vivo que zarandea al que lo lee por medio de imprecaciones, admoniciones y exhortaciones. Ininteligible para los que buscan sentido, orden y concierto. El Corán es una apuesta por la unidad, múltiple y uno a la vez, frente a un mundo que dispersa y divide. El Corán es la palabra Revelada a un hombre que con sus acciones y exhortaciones  trajo a la realidad la Realidad misma. Es que Muhammad se creó a sí mismo Y lo hizo donde no había nada, primero en su corazón y después en la realidad, transmitiendo su Revelación, que era él mismo, pero ya conteniéndolo a Él. Un ser humano como dice Sobh enfrentado “desde la infancia al dilema del vivir-morir; al conflicto de la riqueza- pobreza; al problema de la solidaridad-soledad; y la búsqueda de la mujer-madre…”. (11)

         El Corán no tiene  tiempo ni espacio fijos, ya que es valido para todos los tiempos y para todos los momentos. Su cualidad más específica es la ausencia de caducidad en todos los sentidos.

        Un universo creado  para el entendimiento humano con el fin de abrir un horizonte nuevo sustentado sobre verdades visionarias. La apreciación de la realidad que se muestra por medio del Corán invita a la acción, y  ésta es el fundamento de la existencia en la que no hay asidero posible donde refugiarse. Al contrario, se te motiva a una constante actividad en continuo movimiento.

         Todo esto en gran medida viene determinado por la lengua árabe en la que no existe el verbo ser, mientras que en Occidente su utilización ha servido para desarrollar infinidad de ideas y conceptos que han dado sentido a nuestra existencia. El Corán no se vincula a concepto alguno de existencia, más bien diríamos que es la propia vida la que se muestra y acciona con el texto. No hay rastro del Ser ontológico imperturbable y en actitud estática, ya que ni siquiera existe el término.

         Lo que se prefigura a través de la lengua árabe es una permanente movilidad del lenguaje que permite una visión en la cual lo primordial es el devenir. Y éste teñido de acción, de vida y de muerte formaría lo que se denomina Tawhid: un sentido profundo de Unicidad de todo lo creado impregnado en todos sus átomos de la “substancia” del universo. El texto coránico es acción universal destinada a mirarnos en la Nada que cada uno somos, y con ello trasciende la ilusión en la que funcionamos en nuestra velada existencia.

        Todos los aspectos del sentido de trascendencia humana analizados hasta el momento confluyen en una experiencia de lo espiritual. Esto significa alcanzar un contacto con una expresión más sublime y profunda que nos permita percibir una nueva perspectiva sobre nuestra situación limitada, que irían desde un sentido más profundo de la belleza o de la verdad, hasta integrar una sensación cósmica del todo visionando nuestras acciones como parte de un mayor proceso universal. Para otros, sentirse trascendente, sería experimentarse  uno a sí mismo como parte de un orden divino.

         Ahora bien ¿qué está ocurriendo en las sociedades de consumo y abundancia con respecto a este sentido de trascendencia? Pues creemos que precisamente ésta es la verdadera demanda que no encuentra respuesta y satisfacción: la necesidad de sentido. Los seres humanos viven en un vacío existencial provocado por la ausencia de este sentido de trascendencia.

         Esto conlleva una desaforada búsqueda del placer, el consumo desmedido de objetos, información y espectáculos basura. Se potencia la exaltación del “ego” y  la adicción a la adrenalina para “vivir” mejor. Mientras que se obvia el sentido por el qué vivir.

       Las economías de mercado han convertido al ser humano en amo del planeta, cuando antes era uno más entre todo lo existente. Las ideologías y las religiones que han alentado a las personas en Occidente durante siglos no muestran resortes capaces de dar una satisfacción a este desconcierto del sentido de la vida. La crisis económica que estamos viviendo es fiel reflejo del agotamiento de la ideología capitalista. Y es que el ser humano se ha ido separando paulatinamente de la fuente de vida que siempre le ha alimentado: la naturaleza.

        Hemos trascendido nuestras fronteras terrenales gracias a una tecnología de sofisticada precisión: HST (Telescopio Hubble), ISS (Estación Espacial Internacional) y Sonda Cassini-Huygens, por ejemplo. Desafiamos las teorías de Einstein con el LHC del CERN (gran colisionador de partículas) acelerando partículas con carga eléctrica a velocidades límite como la velocidad de la luz. Todo ello con la intención de conocer la organización de la materia y las leyes fundamentales del universo. De nuevo el desarrollo de un conocimiento científico que trascienda la esfera de lo físico-temporal.

         Nos conectamos con cualquier lugar del planeta en milésimas de segundo y recibimos imágenes de otros mundos en nuestro ordenador portátil, pero no somos capaces de conectarnos con nosotros mismos y escuchar nuestra propia voz.

         La palabra surgió gracias a la audición; fueran graznidos, balidos, gruñidos, aullidos o el simple mecerse de las hojas por la acción del viento. El viento, el aire, está compuesto de oxigeno y es a través de la comprensión y expansión de las moléculas de este elemento como se producen las ondas sonoras.  El aparato auditivo las capta y las procesa en estímulos eléctricos dirigidos al cerebro que las codifica como sonidos. A partir de este momento podríamos decir que el ser humano, “escuchando”, se dispuso a articular sonidos y…habló. Quizás al principio imitando esos mismos sonidos y respondiendo al estimulo de la realidad que le rodeaba.  También pudo comenzar a trascender su propia condición de oyente apelando al instinto de curiosidad hacia lo misterioso, lo desconocido que tanto ha atraído siempre al hombre.  

        Hoy en día ese instinto de indagación se circunscribe a las miles de horas que pasamos frente a un televisor o a las interminables retenciones viarias en las que atascamos nuestras vidas. Todo ello al unísono del gira y gira de nuestra radio mental. El último grito de moda es quedar atrapado en las redes sociales que circulan por Internet, que si bien pueden ser una herramienta muy útil, no da respuesta al desasosiego espiritual que vivimos. Si preguntamos ahora a alguien ¿cuál es el sentido de la vida? te respondería que lo busques en Google. El inconveniente es que necesitaríamos varias vidas para comprender y asimilar los setenta y tres millones de vínculos propuestos.

         El bálsamo a este “sin sentido” vacuo y desmedido no parece que puedan proporcionarlo ni los sistemas ideológicos actuales ni las religiones de siempre. Haría falta una refundación de las mismas que interprete la nueva medida del ser humano que desea trascenderse en sociedad.

         Se hace necesaria una  interconexión entre la vida y todo lo que es, una nueva visión del ser humano que muestre humildad y gratitud hacia la naturaleza y el planeta en el que vivimos. El ser humano en su búsqueda y desvarío quizás no persiga más que aprehender una conciencia elemental y original que le haga comprender su lugar en el cosmos. Para ello, es necesario el desarrollo de un profundo sentido de responsabilidad con todo el mundo y con todas las cosas, ya que toda acción humana forma parte del devenir del universo.

         La realidad de Hayy, nombre que Ibn Tufayl asigna al buen salvaje del libro que sigue surcando estas líneas, “El filósofo autodidacta”, es un universo que se va desplegando con la compañía de una gacela y  otros animales. Pero Al Hayy es también uno de los noventa y nueve nombres de Allah que aparecen en el Corán, que se traduciría como el Viviente, el Siempre Despierto.

         Este significado hace referencia a una Realidad absolutamente dinámica que no cesa de crear. No creemos casual el nombre del protagonista de esta novela filosófica ya que su existencia es una incansable búsqueda de trascendencia. Es posible que ni siquiera  Hayy lo supiera hasta que tiene consciencia de que él es la misma esencia divina: “… el conocimiento que Dios tiene de su esencia es su esencia misma; de aquí infería necesariamente que quien consigue poseer el conocimiento de la esencia divina, posee la esencia divina; pero él había logrado el conocimiento, luego él poseía la esencia. Mas esta esencia divina se identifica con su misma posesión,  su posesión misma es la esencia; luego él era la misma esencia divina.”. (9)

         Desde este punto de vista, entendemos que la Creación está siempre en su comienzo ya que la esencia divina en su autoconocimiento a través de la consciencia humana no cesa de trascender ininterrumpidamente. Por tanto, todo puede ser nuevo para aquel que es capaz de echar una mirada renovada sobre el mundo.  Creemos que no es para nada el principio Creador situado en los confines del Universo que anhelan aprehender los científicos y que dicen funciona por inercia tras el Bing Bang.

        Es evidente que nuestra mente dual trata de de captar esa trascendencia inmanente asociando algo a ella. Pero esto es un equívoco como hemos dicho desde el principio, pues Aquello no puede ser sometido a las mismas leyes espacio-temporales en que nosotros nos movemos, de lo contrario no hablaríamos de trascendencia.

        Con la inefable experiencia mística de San Juan de la Cruz podemos vislumbrar que toda trascendencia humana no puede estar atrapada en el tiempo ni es propia de una visión dogmática de la divinidad. Y menos sin el compromiso con el humanismo de nuestras vidas que hemos postulado anteriormente. La mística  sanjuanista es expresión vivencial de las claves de la naturaleza. Una naturaleza que posee conocimiento aunque no tenga consciencia de otras formas de vida más haya de la suya. A través de ella y de su realismo de lo cotidiano, alcanzará una epifanía de transmutación profunda:


Entréme donde no supe
y quedéme no sabiendo
toda sciencia trascendiendo.

Estaua tan embeuido,
tan absorto y agenado
que se quedó mi sentido
de todo sentir priuado
y el espíritu dotado
de un entender no entendiendo,
toda sciencia trascendiendo
. (10)


           La presencia de la Nada mora en el espacio intemporal alcanzado por San Juan que aún “no entendiendo” va más allá de sí mismo. Allí querrá escuchar “la música callada”, experimentar la “soledad sonora” y contemplar los”ríos sonorosos”, todo ello mediante la activación de los sentidos interiores. Una vez en esa “noche oscura del alma” arderá en una “llama de Amor viva”; de nuevo el fuego zoroástrico de Dios siempre vivo.

          Nuestro poeta místico percibe la realidad trascendente por medio de un lenguaje intimista e inasible.  Se ha desprendido del mundo objetivo y ha alcanzado la otra orilla que es el interior de sí mismo. Ha entrado en contacto con lo sobrenatural a través de un salto a “lo otro” en el más allá sin desasirse del aquí. Por eso San Juan se muestra estupefacto en un ahíto sin aliento, pues ha encontrado un tesoro fabuloso.

        Parecería que el místico ha sufrido una transfiguración con la que adivina que es de otra latitud y quisiera volver a ella como fuera. Es una experiencia límite vinculada a lo sacro que nos permite intuir la evidencia y Realidad de nuestro ser. Esta certeza se sitúa en la trasgresión del espacio-tiempo de las cuatro dimensiones, ya que ambos  han sido escindidos.

        Tras esta vivencia de lo intangible nos precipitamos en el abismo de lo insondable. El vértigo del ser humano es patente ante la experiencia cumbre de su vida: lanzarse al vacío. Este nuevo espacio yace en las entrañas del ser humano, en su corazón, como agazapado a la espera de Ser conocido.

        El ser humano en su libre albedrío, como alma libre por naturaleza, puede elegir entre la trascendencia de lo inefable o la sombra de su propio “yo”. El dilema y disloque de la vida es justamente esa posibilidad de elegir.

        En este sentido lo atestigua el poeta y místico persa Hafiz de Shiraz  quién nos muestra su trascendencia del plano físico mediante una alegoría refinada y profunda: “Dios hizo una estatua de barro. Moldeó el barro a su semejanza. Quería insuflar alma a esta estatua. Pero el alma no se dejaba atrapar. Pues reside en su naturaleza el deseo de ser volátil y libre. No quiere estar limitada ni atada. El cuerpo es una prisión, y el alma no quiere entrar en esa prisión. Entonces Dios pidió a sus ángeles que tocaran música. Y al tocar los ángeles, el alma se sintió extasiada. Quería experimentar la música de un modo más directo y claro, y por eso entró al cuerpo. Hafiz dice así: “La gente dice que el alma, al escuchar esta canción, entró al cuerpo. Pero en realidad el alma misma es la canción". (11)

       La única razón por la que el alma entró en el cuerpo de barro y materia muerta fue porque quería experimentar la música de la vida.

       Tras el umbral trascendente de la búsqueda del Ser de uno mismo cada uno tiene su propio camino y todos son validos en sí. La dicha nos hace valientes porque hemos elegido la vida. Lo que está vivo es conocedor y activo.

          El zoroastrismo nos marcaba la trascendencia en Dios a través de la luz y de la eterna lucha entre ésta y las tinieblas. Velazquez ha desgranado esa luz en su cuadro mediante puros fogonazos de color. Si uno se acerca lo máximo posible al lienzo tan sólo vera manchas de color sin silueta alguna. Matrix descomponía la velocidad de la bala en un tiempo inacabable moldeando la realidad física a su antojo. La física quántica desintegra el átomo buscando la mínima partícula de energía existente. Todos ellos nos muestran la experiencia de la existencia en una realidad primaria.

        El ser humano anhela realizarse en un sentido y una medida de la vida que le trascienda, ya sea por medio de un estado de conciencia alterado o surcando espacios novedosos y rarificados como los de San Juan de la Cruz. Hayy alcanzó la vida eterna en el conocimiento de sí mismo tomando consciencia de que todo lo que se conoce y será conocido está en Su conocimiento y de que toda existencia está siempre en Su acción. Hafiz prefigura nuestra alma en una sinfonía de la vida acunada con tonos y melodías musicales. El Corán como hemos señalado, supera por sí solo la dimensión espacio/tiempo. Es una inmersión fulgurante en lo propiamente sobrenatural captado con el universo de los sentidos.

            Cabría preguntarse si transmitir la Revelación es crear la Realidad. Muchos lo viven aferrándose a una seguridad ciertamente engañosa y se quedan en la orilla.  Otros, sin embargo, se sumergen en sus profundidades abisales y descubren grandes tesoros ocultos. En Realidad El que Busca: Encuentra.

         En este itinerario por los abismos del umbral trascendente nos hemos encontrado con algo connatural a nosotros mismos. Una esencia profunda sobrevenida como Realidad trascendente por medio de la contemplación. Experimentarlo es entrar en contacto con lo sagrado y transitar a través de estados sublimes  la Nada.


NOTAS.

(1)    Biblia de Jerusalén, Editorial Desclée de Brower, S.A., Alianza Editorial, pág 6, Bilbao 1994.

(2)    “El filosofo autodidacta” Ibn Tufayl, Editorial Doble J, S.L., Sevilla 2007. pág. 59.

(3)    “El filosofo autodidacta” Ibn Tufayl, Editorial Doble J, S.L., Sevilla 2007. pág. 63.

(4)    “El Corán” Editora Nacional. Edición de Julio Cortés, Madrid 1979. 28.88 pág. 475.


(5)    La Torá” Ediciones Martínez Roca. Edición a cargo de Daniel ben Itzjak, Barcelona 1999, Libro del Éxodo, pág. 97.

(6)    “Cine de los 90” Jürgen Müller edición, 2002 Taschen GMBH, Italia.

(7)    VELÁZQUEZ, Catalogo exposición Museo del Prado 1990, Ministerio de Cultura. Págs 420 – 429.


(8)    “El filosofo autodidacta” Ibn Tufayl, Editorial Doble J, S.L., Sevilla 2007. pág. 7 y 8.

(9)    “El filosofo autodidacta” Ibn Tufayl, Editorial Doble J, S.L., Sevilla 2007. pág. 81

(10) “Poesías”, San Juan de la Cruz, Ed. Paola Elia, 2ª ed. Clásicos Castalia, Madrid, 1990.

(11)  “La creencia de que el mundo fue creado a través de la música en los mitos y leyendas populares”, Joachim Ernst, http://www.temakel.com/diosonidomitos.htm

(12) “Historia de la Literatura árabe clásica”, Mahmud Sobh, Ediciones Cátedra, Madrid, 2002, pág. 141.


BIBLIOGRAFÍA.

BIBLIA DE JERUSALÉN, (1994) Editorial Desclée de Brower,S.A., Alianza Editorial, Bilbao.

EL FILOSOFO AUTODIDACTA, Ibn Tufayl, Editorial Doble J, S.L., Sevilla 2007.

SPINOZA Y EL PANTEÍSMO, Carlos Brandt, Romargraf, Barcelona, 1972.

EL CORÁN, Editora Nacional. Edición de Julio Cortés, Madrid 1979.

LA TORÁ, Ediciones Martínez Roca. Edición a cargo de Daniel ben Itzjak,     Barcelona 1999.

CINE DE LOS 90, Jürgen Müller edición, 2002 Taschen GMBH, Italia.

VELÁZQUEZ, Catalogo exposición Museo del Prado 1990, Ministerio de Cultura.

POESÍAS, San Juan de la Cruz, Ed. Paola Elia, 2ª ed. Clásicos Castalia, Madrid, 1990

HISTORIA DE LA LITERATURA ÁRABE CLÁSICA, Mahmud Sobh, Ediciones Cátedra, Madrid, 2002.









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